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Si Carlos pudiera elegir, preferiría que el tipo malencarado que le ofreció un techo en España no tuviera la mala costumbre de destruirlo todo cada vez que se emborracha. Le gustaría no saber cómo cambiar una cerradura a las tres de la mañana. Que su exmujer embarazada pudiera vivir con su actual pareja en otro sitio y no tener que compartir cama con ellos. Carlos elegiría trabajar de sol a sol, aunque el precio del alquiler se coma todo su sueldo, y no dormir escondido, como un delincuente. Si a Carlos este país le hubiera dado "chance" (oportunidades), asegura, no viviría aquí.
Rascan los sofás, llenan las casas de pelos, duermen una media de 15 horas al día y despiertan a sus dueños de madrugada sin un motivo aparente, se quejan cuando ven una puerta cerrada —como si estuvieran siempre en el lado equivocado—, ningunean los juguetes que se les compran y aman las cajas en los que llegan. Son tan independientes y maniáticos que, cuando aparece un ejemplar cariñoso, se lo define como un gato-perro.
Han pasado solo cuatro años, pero parece una eternidad. El 15 de junio de 2021, la Comisión Europea ponía en el mercado su primer eurobono: 20.000 millones de euros que eran mucho más que eso. Su valor simbólico era enorme: ponía así punto final a un larguísimo debate, enconado durante años, en torno a la emisión mancomunada de deuda. Atrás quedaba aquel “¿eurobonos? Por encima de mi cadáver”, entonado unos años antes por la por aquel entonces aún canciller alemana, Angela Merkel. También los constantes nein y niet de Berlín, Viena y La Haya, las mismas capitales que durante años repitieron el dañino y equivocado dogma de la austeridad expansiva —oxímoron entre los oxímoron—, desmentido otra y otra vez por los hechos. La pandemia aún hacía estragos y el riesgo de descalabro económico era algo más que un mal sueño. Había que hacer algo, y los fondos de recuperación —financiados con esos eurobonos— fueron, para alegría de muchos y pesar de unos pocos, la salida elegida para salir del atolladero.
Casi 300.000 viviendas han cambiado de manos desde el arranque del año (de enero a mayo, último mes analizado por el INE). Cada una de estas operaciones pone en marcha una maquinaria en la que hay implicados desde notarios hasta empresas de mudanzas. Estas últimas se están beneficiando del bum en la compraventa y el alquiler de viviendas, sobre todo en verano, época en la que aprovechan muchos compradores e inquilinos para hacer la temida mudanza, uno de los eventos vitales más estresantes en la vida de una persona.
Francisco Bethencourt (Lisboa, 70 años) elabora su argumentación con un tono de voz que nunca sube un decibelio de más, pero desmonta con la eficacia de una apisonadora las toneladas de prejuicios en torno al racismo o la migración. Nos recibe en una luminosa sala de trabajo del King’s College, en el Strand londinense. Lleva 20 años ocupando la cátedra Charles Boxer de Historia en ese centro universitario de prestigio internacional, después de pasar por la Universidad Nueva de Lisboa y de dirigir la Biblioteca Nacional de Portugal.