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“Es indudable que cada generación se cree destinada a rehacer el mundo. La mía, sin embargo, sabe que no lo hará. Pero quizá su tarea sea aún mayor: consiste en evitar que el mundo se destruya”.
Recuerdo ver a mi madre levantarse a las seis de la mañana e ir a trabajar a pesar de que el termómetro le decía que no iba a poder con la vida. El olor a café al alba, los cacharros en el fregadero, pintarse el ojo, portazo final. Ahora el milagro de la telemática nos permite toser sobre nuestros teclados desde casa (la electricidad la paga el trabajador). Todo es mucho más cómodo en la era de la IA, también para los patronos que, como aquel de mi progenitora, se ríen de las bajas y los permisos. Yo no tengo memoria de haber acudido al centro laboral febril pero sí con el alma hecha jirones después de dejarme con un novio. Dos días de mudanza me correspondían para meter en cajas los rescoldos de una vida que ya no sería (adiós a los quince días por casamiento); después vinieron muchas jornadas en las que tuve que meterme en el baño para hipar quedamente y disimular las lágrimas que empañaba con el papel higiénico al que invitaba la empresa. Alguien me mandó una broma esta semana que rezaba: “Pon en tu CV que aguantas cuernos sin bajar tu productividad”. Me hizo una gracia triste. El poscapitalismo te permite tener sentimientos siempre que sepas disimularlos.
Leo que en el metro de Nueva York se está librando una batalla en la sombra. Los usuarios se han rebelado ante la avalancha de anuncios en vagones y estaciones de un producto que ha invadido la red de transporte. Se trata de la publicidad de Friend, un colgante portátil con IA que, por 129 dólares, escuchará tus conversaciones y se convertirá, dice, en tu amigo. Los anuncios, con texto negro sobre fondo blanco y, a veces, acompañados de un primer plano del colgante, se burlan de las relaciones humanas e incluyen mensajes como: “Nunca cancelaré nuestros planes para cenar”, “me tragaré esa serie entera contigo” o “jamás dejaré los platos sucios en el fregadero”.
María A. R., valenciana de 68 años, entró en el sistema de cribado para la prevencion del cáncer de mama de la sanidad pública con 40 años. Nunca lo ha pasado tan mal por la espera de los resultados como en el último año, cuando la incertidumbre se apoderó de ella durante ocho meses, desde que se hizo la mamografía, con un año de retraso en la citación del procedimiento habitual, hasta que se descartó finalmente la enfermedad. “Estar pensando si está bien o mal es horroroso”, dice la mujer que pensó en contar su testimonio cuando conoció el escándalo de los cribados en Andalucía.
El Consejo de Ministros aprobará este martes la incorporación definitiva de los terrenos de la cárcel derruida de Carabanchel, en Madrid, a la Entidad Pública Empresarial de Suelo (Sepes), el organismo sobre el que el Ministerio de Vivienda pivotará sus políticas de ampliación y construcción del parque público en los próximos años. Esta transmisión se produce nueve meses después de que empezaran unos trámites que quedaron paralizados por el decaimiento del decreto ómnibus en el que se regulaban los términos en los que se llevaría a cabo la asignación de todos los terrenos a este organismo. Antes pertenecían al Ministerio de Interior.
Alexander Marmolejos, dominicano de 43 años, sufrió un accidente hace dos años y desde entonces su paraplejia le mantiene postrado en una silla de ruedas. No quiere fotos, pero accede a abrir la puerta de su casa para contar su historia. Reside en una de las cinco viviendas domóticas y energéticamente eficientes que el Ayuntamiento de Pamplona ha rehabilitado gracias al programa europeo oPENLab con el fin de destinarlas a personas con discapacidad. Pamplona es la única ciudad española ―las otras dos son Genk (Bélgica) y Tartu (Estonia)― en la que se está desarrollando este programa, que busca crear espacios de experimentación en vivo.
Liliana Galindo (Bogotá, Colombia, 40 años) compara las terapias con sustancias psicodélicas para tratar la salud mental con una cirugía. “Es un cambio de paradigma. Antes dábamos medicación diaria, enfocada a tratar síntomas que en ocasiones causa efectos secundarios y con expectativa de tomarse por años. Este tipo de terapias requiere una inversión inicial importante, porque, además del fármaco, es necesario un terapeuta, un psiquiatra, una enfermera, que trabajen todos juntos, pero en un periodo corto, quizá de unos tres meses, para dar un tratamiento intensivo que busca ir a la causa de la enfermedad”. La experiencia de Galindo dice que el esfuerzo merece la pena. “En muchos casos hay una mejoría total”, afirma. Y cierra la analogía: “En una cirugía, se usa una anestesia para tolerar el dolor físico, el cirujano interviene y limpia la herida y después el cuerpo se cura. Aquí usamos una sustancia para abrir y tolerar el dolor emocional, ver la herida, procesarla y después la persona continúa con la mejoría, como en un postoperatorio”.
Algunos accidentes urbanos funcionan como fronteras más o menos involuntarias. Culturales, económicas, pero también emocionales. París, por ejemplo, es una ciudad pequeña y densamente poblada. Más que Tokio, Nueva York o Londres. Uno lo entiende leyendo estadísticas o tomando un café en una terraza, aprisionado entre tres mesas y 14 personas fumando. Su relato cultural, sin embargo, se extiende a lo largo del área metropolitana. Pero el Périphérique, el boulevard que rodea la ciudad (la M-30 parisina), es la metáfora de una división, de un cliché, que tensiona las dos Francias. A un lado los ricos, los blancos, los mitos y ritos de la gran República. Al otro, el hormigón de las cités, la inmigración, la delincuencia. Y así permanecería en el imaginario si no fuera porque a veces retumban voces como la de Mbappé. “Tienes que dar más entrevistas, la gente lo necesita”, le decía Jorge Valdano al final de la suya, emitida este domingo en Movistar +.
“Desde aquel día, cada vez que escuchamos que viene una dana, temblamos”, confiesa María Lara, productora y cofundadora del estudio de animación valenciano Inspira, mientras señala las huellas de la riada en la nave de la empresa: en las cortinas negras que dividen los espacios del estudio todavía se distinguen las marcas del barro, y en las paredes se puede ver aún la que dejó el fango: casi un metro de altura.
Hace poco, en el teatro, viví una coyuntura estremecedora. Antes de que comenzara la función, en unas pantallas colgadas del bambalinón, apareció el rostro en movimiento de Fernando Fernán Gómez para instarnos a los espectadores a apagar nuestros móviles. Por supuesto, se trataba de un vídeo hecho con IA en el teatro que lleva su nombre, una ocurrencia de su director artístico, según leí después. Funcionó. Ganas me dieron no ya de apagar mi teléfono móvil, sino de deshacerme de él y abrazar el ludismo. Me acordé de esto a raíz de la columna que Sergio del Molino le dedicó a Fernán Gómez el pasado domingo, gracias a la cual descubrí, con gran regocijo, que se reedita El tiempo amarillo, sus fabulosas memorias. “Ya no hay salones tan grandes como el de Fernán Gómez”, tituló. Ni un hombre de esa estatura cabe en las estrecheces artificiales, por muy inteligentes que se crean, añadiría yo.