Home Investigacion en Intelligencia Artificial y Desarrollo de Algoritmos Desarrollo de Energia Nuclear y Avances en Fisica Nuclear Innovacion en Tecnología de Vanguardia
Como dice algún experto en Oriente Próximo, si Trump consigue realmente acabar con el conflicto de Gaza, no merecerá en años venideros el Nobel de la Paz, sino también el de Física y el de Química. De momento, ha triunfado donde su más conciliador antecesor en la Casa Blanca, Joe Biden, y la más conciliadora UE fracasaron: la aprobación de un acuerdo de paz.
En un artículo titulado La tristeza del alto el fuego, publicado en EL PAÍS el pasado día 9, el filósofo Santiago Gerchunoff sugiere que quienes no aplauden con entusiasmo la tregua en Gaza son unos egoístas incapaces de alegrarse por la paz y prefieren su causa a la felicidad ajena. Se trata de occidentales expuestos a una súbita pérdida de sentido. “Lo que podría extinguirse con el alto el fuego” —escribe Gerchunoff— “es la urgencia de su causa”. Permítaseme, con el debido respeto, el gusto de discrepar.
No se vieron imágenes de mujeres sacadas de los escombros del terrible terremoto que sacudió varias ciudades de Afganistán el 31 de agosto. Las mujeres heridas quedaron abandonadas porque los rescatistas varones no podían tocarlas: lo prohíbe la absurda ley del “no mahram” (no pueden hablar con ellas ni tocarlas los varones que no sean familiares cercanos o maridos). Tampoco había suficientes médicas ni enfermeras, porque durante años se les ha impedido estudiar y trabajar. Así, muchas mujeres atrapadas bajo los cascotes murieron no solo por la fuerza de la tierra, sino por la violencia de un régimen que les niega hasta la opción de ser rescatadas tras una catástrofe. ¿Qué mayor crueldad puede existir que ver a tu madre o a tu hija agonizando a pocos metros, mientras un hombre preparado para socorrerla no se atreve a extender la mano por miedo a ser castigado? Esta es la dimensión de la barbarie que sufren las mujeres afganas, condenadas a la oscuridad y el silencio en todos los aspectos de sus vidas.
“Es indudable que cada generación se cree destinada a rehacer el mundo. La mía, sin embargo, sabe que no lo hará. Pero quizá su tarea sea aún mayor: consiste en evitar que el mundo se destruya”.
Liliana Galindo (Bogotá, Colombia, 40 años) compara las terapias con sustancias psicodélicas para tratar la salud mental con una cirugía. “Es un cambio de paradigma. Antes dábamos medicación diaria, enfocada a tratar síntomas que en ocasiones causa efectos secundarios y con expectativa de tomarse por años. Este tipo de terapias requiere una inversión inicial importante, porque, además del fármaco, es necesario un terapeuta, un psiquiatra, una enfermera, que trabajen todos juntos, pero en un periodo corto, quizá de unos tres meses, para dar un tratamiento intensivo que busca ir a la causa de la enfermedad”. La experiencia de Galindo dice que el esfuerzo merece la pena. “En muchos casos hay una mejoría total”, afirma. Y cierra la analogía: “En una cirugía, se usa una anestesia para tolerar el dolor físico, el cirujano interviene y limpia la herida y después el cuerpo se cura. Aquí usamos una sustancia para abrir y tolerar el dolor emocional, ver la herida, procesarla y después la persona continúa con la mejoría, como en un postoperatorio”.
El padre de Jean Villanueva es cobrador de una combi en Lima, una de esas camionetas que avanzan entre bocinazos y miedo. Es uno de los blancos de las mafias que extorsionan a cobradores y choferes, aquellos que, como tantos otros, salen de casa cada día sin saber si volverán. Cunde el pesimismo y el hartazgo en Perú, pero Villanueva, un contador de 29 años, prefiere no esperar a que el país cambie solo. Ahora él grita. Aprieta los puños. Siempre en primera línea. Está convencido de que los jóvenes peruanos son los únicos que pueden devolver la esperanza. Su generación, la que llena las calles de ciudades de todo el mundo, se ha cansado de esperar.
El mundo necesita con urgencia transformar la arquitectura de salud global tras la decisión del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, de cerrar USAID (la agencia de cooperación del país) y de abandonar la Organización Mundial de la Salud (OMS), y los recortes a la Ayuda Oficial al Desarrollo decretados por algunos países europeos. Esta es la principal conclusión de los líderes políticos, sanitarios y activistas que participan desde el domingo en Berlín el World Health Summit (Cumbre Mundial de la Salud) con el objetivo de impulsar la reforma de un sistema sanitario al borde del colapso y que, según consideran, no puede seguir dependiendo de la volatilidad de los donantes.
Uno habla por los codos. El otro suelta palabras con cuentagotas. Un payaso rojo, entregado a la violencia y el surrealismo. Un serísimo detective negro, baluarte del orden y la justicia. Pocos superhéroes tan distintos como Masacre (Deadpool) y Batman. Tal vez solo compartan el éxito: reciente el del mercenario bocazas; decenal el del murciélago. Aun así, están obligados a entenderse: protagonizan el primer encuentro en cómic entre iconos de los dos colosos editoriales, Marvel y DC, en más de 20 años.
Ya no es cosa de haber crecido en el mundo digital o en el analógico, ni es cuestión de mayores o menos habilidades en el manejo de internet, las redes, sus códigos, sus mecanismos, herramientas y controles. El salto es de otra magnitud: es cualitativo. La transformación del mundo que sucede bajo nuestros párpados ensimismados es estructural y veloz como nunca antes. La percepción subjetiva de un cambio relevante es necesariamente trastornadora, y así ha sucedido con cualquiera de los ingenios que pautan la evolución progresivamente acelerada de Occidente desde la revolución industrial. Ya no. Estamos en otro sitio, aunque parezca que todo sigue igual, y el pan se cuece en los hornos, las tortillas se hacen con huevos, y los políticos peroran con dignidad unos y con zafiedad otros. Mentira. Ya no es así porque el alcance y la movilización de afectos, intereses y adicciones que ha activado la revolución digital sucede a una escala mundial y sectorial a la vez, fragmentada y personalizada, pero también transversal e institucional: ¿cómo va a someter el Gobierno de un país la impunidad de las grandes tecnológicas en su propio territorio si la mayoría de los Estados dependen de esas mismas grandes tecnológicas para prestar servicios elementales?
“Desde aquel día, cada vez que escuchamos que viene una dana, temblamos”, confiesa María Lara, productora y cofundadora del estudio de animación valenciano Inspira, mientras señala las huellas de la riada en la nave de la empresa: en las cortinas negras que dividen los espacios del estudio todavía se distinguen las marcas del barro, y en las paredes se puede ver aún la que dejó el fango: casi un metro de altura.