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Jimena Marcos y Ana Ribera
Nicolás Tsabertidis
Jorge Magaz
Moha no se sorprendió cuando, el pasado jueves, varios agentes con pasamontañas irrumpieron en el centro de acogida de Gran Canaria donde le había tocado vivir. Los perros olfateaban habitaciones, los policías abrían puertas. Al cabo de unas horas, el centro fue clausurado y dos directivos de la ONG detenidos. Muchos de los menores ya sabían, por lo que circulaba en TikTok, que la entidad encargada de atenderlos estaba siendo investigada por presuntos malos tratos, torturas y otros delitos. Pero Moha, de 17 años, no necesitaba leerlo en las noticias: asegura que lo vivió cada día durante un año. Habla de un cuarto de aislamiento en el sótano. De golpes. De cuidadores con formas y físico de matones. Un patrón que, según extrabajadores y chicos, se repite en varios centros.
Cuando están a punto de cumplirse 80 años del final de la Segunda Guerra Mundial —el 15 de agosto de 1945, con la rendición incondicional de Japón tras los bombardeos atómicos contra Hiroshima y Nagasaki—, poco a poco van desapareciendo aquellos que combatieron en ella. La época de los testigos está a punto de acabarse. El 21 de julio falleció, a los 102 años, Jake Larson, uno de los últimos veteranos del desembarco de Omaha el 6 de junio de 1944. Larson se había convertido en una estrella de TikTok, donde contaba sus experiencias durante la invasión de Europa, lo que refleja hasta qué punto el interés por el conflicto más sangriento de la historia nunca ha parado de crecer.
En su libro Enemies of promise (1938), el crítico inglés Cyril Connolly dividía la literatura en dos bloques opuestos: Mandarines y Vernaculares. Los Mandarines “hacen que la palabra escrita suene lo más distinta posible de la hablada (…), que el lenguaje exprese más de lo que quiere decir o sienten” (Proust, Joyce, Woolf, James). Los Vernaculares, por su parte, escriben con sencillez y sin afectaciones estilísticas (Forster, Orwell, Wells, Hemingway), aunque a veces caen en la sequedad periodística. ¿Por qué subrayo la distinción de Connolly? Porque, en mi opinión, la crítica literaria continúa dejándose impresionar por el ornamento y manierismo, y desconfía de las novelas que explican buenas historias con un lenguaje desprovisto de “yesería” (como la llamaba Josep Pla).
Con una sólida trayectoria narrativa construida en poco más de una década —e integrada por Historia de una mirada (2012), Eric (2015), Las siete vidas del cangrejo (2016) y Los que callan (2019)—, en su última novela, El color y la herida, Rebeca García Nieto rubrica los rasgos esenciales de su personal mundo creativo: una exigencia formal y estilística bastante por encima de la media, con una clara apuesta por la originalidad y el riesgo —no ornamentales, sino pertinentes, al servicio de la función expresiva—, muy en consonancia con una concepción de la novela como obra que no se amolda complaciente a los gustos o dictados —modas— (pre)dominantes, sino que ensaya un camino propio, en propuestas que aspiran a avivar la conciencia del lector y hacerle interrogarse —e inquietarse— por la sociedad en que vivimos.
Los obispos de Ávila, los duques de Alba y el pintor Benjamín Palencia. Algo tendrá el valle del Corneja cuando estos señores venían aquí a pasar el verano. En este valle ajeno a la curiosidad de las masas entramos por el puerto de Villatoro siguiendo la carretera que va de Ávila a Plasencia (N-110) y enseguida nos desviamos a la izquierda para arrimarnos a Villafranca de la Sierra, el pueblo donde Benjamín Palencia (1894-1980) vino a lamerse los zarpazos del mundo en 1941, lejos de las miradas inquisidoras de Madrid.
Dicen que la planta en maceta más antigua del mundo está en el Jardín Real de Kew, al sur de Londres, un pequeño universo botánico de más de 120 hectáreas de superficie que contiene las semillas del 10% de la flora mundial. El año pasado, cuando Robin Wall Kimmerer (Nueva York, 1953) fue allí a dar una conferencia, dijo que Kew era tan hermoso que le había dejado sin habla, y también explicó que aquel lugar simbolizaba la vertiente técnica, fría y clasificatoria de la ciencia occidental.
Los tabúes alrededor de la menopausia se están debilitando: cada vez se habla más de ella en voz alta, se rompen los estigmas a su alrededor e incluso se reivindica como una etapa vital de plenitud y liberación. “No estamos enfermas, sino heridas por la estigmatización social de esta transición”, protesta la psicóloga feminista Anna Freixas en su libro Nuestra Menopausia, una versión no oficial (Capitán Swing). En esa carrera por desmontar los mitos que todavía persisten en torno al fin de la menstruación, la ciencia está profundizando también en cómo afecta la menopausia a la vivencia de la sexualidad: se pueden experimentar cambios, pero ni todos tienen por qué ser negativos ni los más molestos han de terminar en una disfunción permanente en la esfera sexoafectiva.
Antes de contestar a esta pregunta quiero decir que es importantísima porque habla del problema del ruido. Lo que ocurre con el ruido, o los ruidos, es que nos habituamos a ellos, los normalizamos y no nos damos cuenta de lo que nos molestan, del estrés brutal que nos provocan. No hablo solo de este ruido puntual, el de los raíles del metro por el que nos preguntas, sino de todos los ruidos que soportamos en nuestra vida cotidiana hasta normalizarlos.
Cuando el calor aprieta, la factura de la luz también: el uso de aire acondicionado, ventiladores o los frigoríficos a pleno rendimiento disparan el consumo energético durante los meses de verano. Sin embargo, los dispositivos del hogar inteligente se presentan como grandes aliados no solo para ahorrar, sino también para mejorar la comodidad en casa. Automatización, sensores inteligentes y programación horaria permiten reducir el gasto sin renunciar al confort.