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Han pasado solo cuatro años, pero parece una eternidad. El 15 de junio de 2021, la Comisión Europea ponía en el mercado su primer eurobono: 20.000 millones de euros que eran mucho más que eso. Su valor simbólico era enorme: ponía así punto final a un larguísimo debate, enconado durante años, en torno a la emisión mancomunada de deuda. Atrás quedaba aquel “¿eurobonos? Por encima de mi cadáver”, entonado unos años antes por la por aquel entonces aún canciller alemana, Angela Merkel. También los constantes nein y niet de Berlín, Viena y La Haya, las mismas capitales que durante años repitieron el dañino y equivocado dogma de la austeridad expansiva —oxímoron entre los oxímoron—, desmentido otra y otra vez por los hechos. La pandemia aún hacía estragos y el riesgo de descalabro económico era algo más que un mal sueño. Había que hacer algo, y los fondos de recuperación —financiados con esos eurobonos— fueron, para alegría de muchos y pesar de unos pocos, la salida elegida para salir del atolladero.
Casi 300.000 viviendas han cambiado de manos desde el arranque del año (de enero a mayo, último mes analizado por el INE). Cada una de estas operaciones pone en marcha una maquinaria en la que hay implicados desde notarios hasta empresas de mudanzas. Estas últimas se están beneficiando del bum en la compraventa y el alquiler de viviendas, sobre todo en verano, época en la que aprovechan muchos compradores e inquilinos para hacer la temida mudanza, uno de los eventos vitales más estresantes en la vida de una persona.
Francisco Bethencourt (Lisboa, 70 años) elabora su argumentación con un tono de voz que nunca sube un decibelio de más, pero desmonta con la eficacia de una apisonadora las toneladas de prejuicios en torno al racismo o la migración. Nos recibe en una luminosa sala de trabajo del King’s College, en el Strand londinense. Lleva 20 años ocupando la cátedra Charles Boxer de Historia en ese centro universitario de prestigio internacional, después de pasar por la Universidad Nueva de Lisboa y de dirigir la Biblioteca Nacional de Portugal.
Algo ha quedado en la mente de los más pequeños de Paiporta (Valencia) cuando, meses después de la dana que sesgó la vida de 228 personas, los alumnos de Educación Infantil del CEIP Rosa Serrano se llevaban todavía las manos a la cabeza en días de mucho viento porque les daba miedo. Y porque hay muchas formas de manifestar lo que no puedes expresar verbalmente. “Cada vez que llueve, estás pensando: ¿estarán mis abuelos en el bajo? ¿Y mis padres en casa? ¿Y si no se enteran y luego no pueden subir? Siempre estás con la ansiedad de no saber, de que vuelva a pasar. Tengo una amiga que vive cerca del barranco y [si llueve] le mando un mensaje: “Lucía, ¿está el barranco lleno? ¿Lleva agua?”, confiesa Paula Saiz, estudiante de 17 años de primero de Bachillerato en el IES 25 de abril de Alfafar.
Alfredo Jaar (Santiago de Chile, 69 años) podría ejercer como el canario en la mina de este planeta en crisis. Cuando nadie prestaba atención a las problemáticas asociadas a la extracción de tierras raras y minerales críticos, el artista chileno ya estaba trabajando en una obra sobre el tema, un grisú de proporciones inabarcables. Jaar no está muerto, pero anda tremendamente alarmado ante la situación geopolítica que se desprende de este rompecabezas. De ese miedo surge The End of the World (el fin del mundo), la pieza que exhibió hasta el pasado 1 de junio en KINDL, una antigua fábrica de cervezas del barrio berlinés de Neukölln reconvertida en espacio para la creación contemporánea, y que podrá volver a verse en Bruselas, en la galería La Patinoire Royale Bach, a partir del próximo 4 de septiembre. Más adelante recalará en el Museo Oscar Niemeyer de Curitiba.
Sirāt, la película de Oliver Laxe, es uno de los fenómenos cinematográficos del año. Una historia que empieza con un padre y un hijo que buscan a su hija y hermana en una rave del desierto marroquí. Nadie tiene ni idea. Una pista, entonces: hacia el sur, en la frontera con Mauritania, hay otra convocatoria. Un grupo de ravers tiene las indicaciones. Así funciona la cosa raver; el arte del rumor, no abandonar nunca el cuerpo colectivo. En el deseo del reencuentro deciden salir tras ellos.