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En los últimos tiempos, España se ha enfrentado recurrentemente al debate sobre si debe considerarse un país racista. Diversos episodios —desde los insultos xenófobos en los estadios de fútbol hasta las “cacerías” contra migrantes alentadas en Torre-Pacheco, tras una agresión utilizada como detonante por sectores de la ultraderecha— han reavivado la cuestión sobre la existencia de un racismo estructural y profundo en la sociedad española.
Sonia Basseda y Bárbara Selena Rodríguez han hecho un gran esfuerzo por acudir a esta entrevista, solicitada y organizada a salto de mata. Ambas ponen todo de su parte y aceptan tomar un tren y un vuelo barato con vuelta en el día para poder ser fotografiadas juntas en la redacción de EL PAÍS en Madrid, dado que una reside en Rubí (Barcelona) y la otra en Ibiza, y llegar a tiempo a publicarla.
Sonia Basseda (Barcelona, 50 años) y Bárbara Selena Rodríguez (Castellón, 49 años) no se conocían absolutamente de nada cuando, en 2001, fueron elegidas en un casting para montar un dúo femenino y cantar una canción, Yo quiero bailar, aspirante a la preselección del Festival de Eurovisión de ese año y a ser la canción de ese verano. Lo de Eurovisión no lo consiguieron, quedaron en sexto lugar. Lo segundo no solo lo consiguieron sino que, casi 25 años y millón y medio de discos vendidos después, el temazo sigue sonando en verano y en invierno como un himno a la alegría de vivir en verbenas, bodas y karaokes. Solo ellas saben por qué se separaron en 2002, solo un año después de dar la campanada y en plena cresta de la ola, y por qué han permanecido ajenas la una de la otra en casi todo este tiempo. Hasta que la insistencia de sus fans, y la perspectiva de reencontrarse con un público que no las ha olvidado, volvió a juntarlas el año pasado. Hoy están como nunca, dicen, signifique lo que signifique eso. Y quieren demostrarlo.
En el otoño del año 1900 un grupo de jóvenes burgueses e idealistas, asustados ante la industrialización imperante e inspirados por la Lebensreform (movimiento cultural y social surgido en Alemania y Suiza a finales del siglo XIX cuyo objetivo era transformar la vida individual y social a través del retorno a una vida más natural y saludable), viajaban desde el norte de Europa rumbo a Italia cuando decidieron hacer un alto en el camino. Se detuvieron en una colina de Ascona, entonces un pequeño pueblo de 1.000 habitantes, con vistas radiantes del lago Mayor, en el Ticino, la Suiza italiana. Ahí estaban la profesora de pianoforte alemana Ida Hofmann y su pareja Henry Oedekoven, hijo de un industrial belga; el austrohúngaro Karl Gräser y su hermano Gustav, que prefería que se le llamase Gusto, poeta y filósofo, y una figura mística de gran inspiración para el resto; Jenny, hermana de Ida y también profesora y cantante; Ferdinand Brune, un teósofo de Graz; y Lotte Hattemer, hija de un alto oficial de Berlín, activista y radical reformadora de la vida que practicaba el ayuno y el nudismo como formas de pureza espiritual.
La cocina china es terapéutica, rica y diversa. Y, sin duda, China, en la amplitud de su territorio y culturas que en ella habitan, conforma una de las grandes cocinas del mundo. El país abarca treinta y cuatro provincias y regiones e incluye cincuenta y seis nacionalidades indígenas, cada una con sus propias tradiciones culinarias. “De los fértiles valles de los imponentes ríos Amarillo y Yangtsé a la elevada meseta tibetana o las estepas semiáridas del interior de Mongolia. Y su clima han dictado las prácticas culinarias de cada zona”, escriben Kei Lum Chan y Diora Fong Chan, autores de China (Phaidon) posiblemente el mejor libro sobre la grandeza culinaria del país editado hasta la fecha.
En la península británica de Cornualles, en una aldea llamada Roseland, se puede encontrar una iglesia gótica del siglo XIV, un pub con una chimenea encendida y una cabina telefónica roja cubierta de hiedra. Pero entre estos elementos típicamente ingleses hay una adición más reciente al pueblo: un olivar. Quinientos árboles frondosos bailan con la brisa marina mientras los caballos pastan en la hierba silvestre entre los troncos nudosos. Sobre ellos, nacen con confianza flores blancas, sabiendo que pequeñas aceitunas verdes están a punto de brotar porque aquí, en el remoto campo británico, ha comenzado una silenciosa revolución agrícola: el primer aceite de oliva cultivado en el Reino Unido.
Gaza se consume, exhausta por el hambre. Cuenta Samer Abuzerr, profesor en Salud Pública en la Universidad de Ciencias y Tecnología de Jan Yunis, que ya duele más la falta de alimento que las bombas. “Todo es catastrófico, pero el hambre, lenta, silenciosa y prevenible, es la más dolorosa. Las bombas matan instantáneamente, pero el hambre mata en una agonía prolongada, especialmente a los niños”, explica este investigador desde un refugio al sur de la Franja. Él es uno de los tres firmantes de una carta a la prestigiosa revista médica The Lancet, donde denuncian que Israel está usando la hambruna como “arma de guerra” en Gaza. La situación es insostenible, dice: “Ver a una madre intentar alimentar a su hijo con granos de arroz triturados remojados en agua contaminada es indescriptiblemente doloroso”.
El astrofísico estadounidense Claude Canizares dice que debería apellidarse Cañizares con eñe, como su padre, un médico cubano que emigró a Francia en los años treinta del siglo pasado, y después se asentó en Estados Unidos. Este científico tiene ahora 80 años, 50 de ellos en activo como astrofísico del Instituto de Tecnológico de Massachusetts, una de las mejores universidades del país, de la que fue director de investigación científica y vicedirector. Canizares codirige el telescopio espacial Chandra de la NASA, que este año cumple 26 años en operación. El instrumento puede tener los días contados por el brutal recorte del 50% que planea el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, en la agencia espacial estadounidense.
Han pasado solo cuatro años, pero parece una eternidad. El 15 de junio de 2021, la Comisión Europea ponía en el mercado su primer eurobono: 20.000 millones de euros que eran mucho más que eso. Su valor simbólico era enorme: ponía así punto final a un larguísimo debate, enconado durante años, en torno a la emisión mancomunada de deuda. Atrás quedaba aquel “¿eurobonos? Por encima de mi cadáver”, entonado unos años antes por la por aquel entonces aún canciller alemana, Angela Merkel. También los constantes nein y niet de Berlín, Viena y La Haya, las mismas capitales que durante años repitieron el dañino y equivocado dogma de la austeridad expansiva —oxímoron entre los oxímoron—, desmentido otra y otra vez por los hechos. La pandemia aún hacía estragos y el riesgo de descalabro económico era algo más que un mal sueño. Había que hacer algo, y los fondos de recuperación —financiados con esos eurobonos— fueron, para alegría de muchos y pesar de unos pocos, la salida elegida para salir del atolladero.