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Si Carlos pudiera elegir, preferiría que el tipo malencarado que le ofreció un techo en España no tuviera la mala costumbre de destruirlo todo cada vez que se emborracha. Le gustaría no saber cómo cambiar una cerradura a las tres de la mañana. Que su exmujer embarazada pudiera vivir con su actual pareja en otro sitio y no tener que compartir cama con ellos. Carlos elegiría trabajar de sol a sol, aunque el precio del alquiler se coma todo su sueldo, y no dormir escondido, como un delincuente. Si a Carlos este país le hubiera dado "chance" (oportunidades), asegura, no viviría aquí.
Rascan los sofás, llenan las casas de pelos, duermen una media de 15 horas al día y despiertan a sus dueños de madrugada sin un motivo aparente, se quejan cuando ven una puerta cerrada —como si estuvieran siempre en el lado equivocado—, ningunean los juguetes que se les compran y aman las cajas en los que llegan. Son tan independientes y maniáticos que, cuando aparece un ejemplar cariñoso, se lo define como un gato-perro.
Año 1990. Kathleen Hanna, cantante de la banda Bikini Kill, al ver a un par de sujetos violentos en las primeras filas de su concierto pidió al público: “Todas las chicas al frente. Chicos, por una vez en vuestras vidas sed majos y dejad a las chicas delante. ¡Chicas al frente!”. Este acto inédito hasta la fecha se convirtió en un grito de guerra. No fue solo una consigna, sino una redefinición radical de los espacios de la escena punk y hardcore dominados por hombres. En Rebel Girl: Mi vida como una feminista punk (edita Liburuak), Hanna cuenta en primera persona cómo se convirtió en una fuerza cultural que ha dejado una huella imborrable en la historia de la música y de la cultura. “Necesitaba dejar los noventa detrás. Si te interesa algo de lo que me sucedió en esta época aquí lo tienes”, confiesa Hanna desde su casa de Los Ángeles, vía Zoom. Y es que en los noventa pasaron muchísimas cosas en el universo Hanna. En un mundo donde la música ha sido tradicionalmente dominada por voces masculinas, Kathleen Hanna emergió como un huracán, desafiando las normas y redefiniendo lo que significa ser una mujer en la escena musical. Su figura fue un catalizador para el cambio. Con su primer grupo, Bikini Kill, revolvió y pateó el establishment alternativo a base de verdades como puños y hits que relataban historias de maltratos, racismo y homofobia con las que muchas mujeres se identificaron. “Mi amiga Tobi Vail dice que lo más universal que puedes hacer es hablar sobre tu situación concreta. Espero que gente que haya sufrido como yo problemas de abuso, sexismo u homofobia pueda leer este libro; reconocerse y decir: ‘No estoy sola, y algo así no te puede joder la vida’. Por lo que he hablado con mis amigas es algo normal haber sufrido algún abuso en casa y luego que se repita fuera de ella. No es que te lo busques, sino que no eres tan propensa a detectar las red flags porque tu intuición se ha apagado simplemente al tener que sobrevivir a tu abuso familiar. Podemos liberarnos de toda esa rabia que acumulamos en nuestros cuerpos hablando abiertamente, incluso podemos bromear con el trauma, es como yo lo he superado”.
Un amigo que escribe columnas, llamémosle Perico el de los Palotes, hizo ante mí un experimento. Le dijo a ChatGPT: escribe un artículo de opinión sobre este tema, de tantas palabras, al estilo de Perico el de los Palotes (o sea, él mismo). En dos segundos, dos, salió un artículo que podía haber escrito él. Con su estilo, sus ideas, sus muletillas, sus despropósitos. Terrorífico. Me lo mostró como una especie de Frankenstein, como si luego fuera sencillo volverlo a dormir. Pero estaba claro que nada volvería a ser igual ante el reto más temible para un ser humano: resistir la tentación de trabajar lo menos posible. Lo difícil ya estaba hecho, crear el autor real (el auténtico Perico el de los Palotes), con seguidores y tal, con un fondo de armario de años de artículos donde la inteligencia artificial puede inspirarse. Luego, todo es dar el fatídico paso hacia la subcontratación de la personalidad. Supongo que un día no se te ocurre nada y lo puedes hacer por probar, como un juego. Total, podrías haberlo escrito tú, y quizá el programa hasta lo hace mejor, tiene más gracia, y en realidad, te dices, tú eres el dueño del personaje real. Es más, si no sabes qué pensar de un asunto le puedes preguntar y te lo dice: según tu trayectoria, lo listo que te crees y donde trabajas, tú deberías pensar tal y tal.
Han pasado solo cuatro años, pero parece una eternidad. El 15 de junio de 2021, la Comisión Europea ponía en el mercado su primer eurobono: 20.000 millones de euros que eran mucho más que eso. Su valor simbólico era enorme: ponía así punto final a un larguísimo debate, enconado durante años, en torno a la emisión mancomunada de deuda. Atrás quedaba aquel “¿eurobonos? Por encima de mi cadáver”, entonado unos años antes por la por aquel entonces aún canciller alemana, Angela Merkel. También los constantes nein y niet de Berlín, Viena y La Haya, las mismas capitales que durante años repitieron el dañino y equivocado dogma de la austeridad expansiva —oxímoron entre los oxímoron—, desmentido otra y otra vez por los hechos. La pandemia aún hacía estragos y el riesgo de descalabro económico era algo más que un mal sueño. Había que hacer algo, y los fondos de recuperación —financiados con esos eurobonos— fueron, para alegría de muchos y pesar de unos pocos, la salida elegida para salir del atolladero.
Casi 300.000 viviendas han cambiado de manos desde el arranque del año (de enero a mayo, último mes analizado por el INE). Cada una de estas operaciones pone en marcha una maquinaria en la que hay implicados desde notarios hasta empresas de mudanzas. Estas últimas se están beneficiando del bum en la compraventa y el alquiler de viviendas, sobre todo en verano, época en la que aprovechan muchos compradores e inquilinos para hacer la temida mudanza, uno de los eventos vitales más estresantes en la vida de una persona.