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Como ocurre en otras regiones del mundo, África cobra impuestos al consumo de tabaco, alcohol y bebidas azucaradas. Pero no lo hace al nivel que podría y debería para ajustar las cuentas de sus sistemas de salud ni para reducir su consumo. Subir los tributos de estos productos sería no solo un salvavidas contra las enfermedades no transmisibles ―como la obesidad, la hipertensión y la diabetes― que azotan el continente, sino que sería un alivio financiero en tiempos de recortes de hasta un 70% de la ayuda oficial al desarrollo. Además, permitiría reducir la carga que generan al sistema sanitario las enfermedades prevenibles que se derivan de estos consumos. Este es el llamado que han hecho la ONG Vital Strategies, el centro de investigación Economics for Health y la unidad investigativa en economía de la Universidad de Capetown en su informe El futuro de la financiación sanitaria en África: el papel de los impuestos a la salud, publicado este martes.
Si el ladrillo es el material de construcción que caracteriza a la costa levantina, el hormigón lo fue en el litoral occidental de Francia durante la Segunda Guerra Mundial. En lugar de bloques de apartamentos, allí se construyeron búnkeres y otras estructuras militares. Su geolocalización es un guiño a la belleza, aunque lo fuese de manera circunstancial. Lo que buscaron sus constructores alemanes, que antes fueron ocupadores, fueron ubicaciones estratégicas y no bonitas. El denominado Muro Atlántico era un sistema defensivo costero y discontinuo que mandó construir Adolf Hitler en 1942 para repeler los posibles ataques desde el mar y el aire del bando aliado y que se extendía desde Hendaya, en el País Vasco francés, hasta casi el Círculo Polar Ártico, al norte de Noruega.
Guía práctica con sitios donde dormir
En verano, que es cuando se celebra el aniversario del Desembarco de Normandía, una buena opción es hacerlo en los numerosos y buenos campings que hay a lo largo de toda la costa atlántica francesa, sobre todo en el País Vasco francés, Las Landas y Bretaña. Campings dotados con bungalós, parcelas para estacionar caravana, autocaravana y/o montar una tienda de campaña. Cuentan con supermercados, instalaciones deportivas, piscinas, barbacoas, etc. Los hay junto a la playa y otros algo más retirados. Todos en bonitos entornos naturales.
En Hendaya, Camping Ametza.
En Bidart, Camping Ilbarritz.
En Anglet, Camping Bela Basque.
En Mézo, Las Landas, Camping Le Village Tropical Sen Yan Mézos.
En Fouesnant, Bretaña, Camping L’Atlantique.
En la ciudad de Bayeux, en Normandía, un buen sitio en el que alojarse es el Hôtel Reine Mathilde, con habitaciones tipo buhardillas.
Mario es un herrador que depende de sus dos furgonetas y de sus herramientas para hacer su trabajo. Muy de tanto en tanto, se le estropean los dos vehículos a la vez y entonces dispone de un par de días libres mientras son reparados en un taller. Cuenta que, durante esas jornadas de parón involuntario, después de cancelar todos sus compromisos, se sube por las paredes y apenas logra relajarse. A veces le sucede después de 10 o 12 días trabajando sin pausa y es todavía peor: tiene la sensación de que se le ha olvidado descansar.
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“Nuestro objetivo no es hacer prendas para gente joven”, aseguran Natalia De León (50 años) y Bruna Sedó (41 años) desde la casa de la segunda en La Garriga, donde han adecuado un espacio de diseño y de almacenamiento de las prendas de la nueva colección de NNUA01, la marca que han lanzado en febrero. Después de décadas trabajando en la industria de la moda, ambas se dieron cuenta de que en el mercado escaseaban las prendas dirigidas a mujeres de su edad. Los 16 diseños que forman parte del catálogo, entre pantalones oversize, vestidos o camisas, reflejan una filosofía que se opone a la moda rápida y a la idea de que “a los 40 o cincuenta años la mujer empieza a ser invisible”. Las prendas destacan además por su atemporalidad, versatilidad y cierta extravagancia, reflejo de sus creadoras.
Me empeño en escribirlo. Un libro que no cuenta nada y lo dice todo. Que no sirve para pagar la hipoteca ni cruzar la calle a ciegas. Quea veces, eso te hace despejar. No necesitas cohetes ni hongos para ir a otros mundos. Basta con abrir un libro.
Lo primero que hay que agradecer a los últimos días de julio es que con ellos llega el cierre temporal del Congreso. Un cierre que conlleva un merecido descanso pero no para los diputados sino para los espectadores, lectores u oyentes de los informativos, saturados del lamentable espectáculo de quienes pretenden representarnos y que al parecer hace tiempo abandonaron el análisis de las propuestas políticas ajenas para sustituirlas por el insulto, el sarcasmo de andar por casa o directamente el desprecio, unas actitudes que suponen fomentar el distanciamiento de la ciudadanía de la política y, por tanto, favorecen el surgimiento de los demagogos.
Tres novelas, pero sobre todo dos íntimamente relacionadas, Vivir abajo y Minimosca, han bastado para convertir a Gustavo Faverón (Lima, 1966) en un novelista fundamental de la última década, tanto en su país como en el conjunto del mapa de la lengua castellana. La conexión de ambos textos no es solo anecdótica, aunque también (a fin de cuentas, comparten algunos personajes), sino una cuestión de ambición y estilo: hablamos de libros torrenciales, digresivos, múltiples, imposibles de resumir, hecho de materiales disgregados que luego, finalmente, son convocados a unirse (come together, podría cantar un escritor que cita a McCartney explícitamente y a Lennon disimuladamente) para que todo tenga, no diré un sentido unívoco, pero desde luego sí un sentido atmosférico o conceptual, una coherencia irrebatible. Lo que viene a continuación son algunas impresiones ligeras en torno a Minimosca, no en vano sería imposible trazar una síntesis convincente del libro en setecientas palabras, pero que quede claro el veredicto: es un librazo. Y uno, además de admirable, muy disfrutable también.
Hace más de cuatro años que fui a comer a Arrea!, un restaurante precioso en Kampezu a cargo de Edorta Lamo, donde me sirvieron un entrante que vuelve a mi mente recurrentemente. Consistía en un plato hondo con un montón de encurtidos y fermentados dispuestos en el borde, como si fueran un jardín, en el que se servía una crema fría de alubias. Nada más. El plato era sedoso, muy elegante, a la vez que fresco, ligero y divertido; recordaba a un ajoblanco, pero con el sabor final de una alubia blanca muy buena.