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Com a lector habitual (tampoc exagerem) de poesia, m’agrada jugar amb mi mateix a una mena de solitari poètic. Si faig un tomb per Instagram, per exemple, i trobo la foto d’algun poema que ha penjat algú (sovint també poeta), intento no mirar-ne l’autor. Després d’una primera lectura, em faig algunes preguntes. M’ha colpit? El que s’hi diu és de debò? L’he entès? Cal entendre’l? Em sembla honest? I finalment, la pregunta definitiva: M’agrada? Una pregunta sobrevola les anteriors. De qui és? Però aquesta no és la clau del joc, i de fet li treu tot el sentit. El que vull saber és si realment he gaudit del poema, més enllà de qui l’hagi fet, de si és un original o bé una traducció. Només al final, amb un moviment del polze, obro la plica imaginària i comprovo si el meu gust real s’avé amb el que jo crec que m’hauria d’agradar. Sovint és així. Però de vegades m’he trobat condemnant a la foguera un poema que no sabia que era de Foix, i salvant en el meu interior el poema d’algú que, en teoria, no m’agrada, com un cert poeta que és la versió masculina d’una flor (una flor de pètals blancs i botó groc que justament serveix, esfullant-la, per saber si les coses t’agraden o no t’agraden). És un exercici sa per alliberar-se de prejudicis o favoritismes. Sí: és inevitable que també amb la poesia caiguem en això de fer-nos trampes al solitari. Però alerta: la poesia no pretén fer diners (ha, ha) ni mou una indústria potent ni és un entreteniment de masses. És una incompresa, i li agrada ser-ho. Li exigim, doncs, que sigui… veritable? Honesta? Potser aquest pensament és innocent, però en tot cas seria molt trist que la poesia renunciés a la innocència, i també hi renunciessin els lectors a l’hora de llegir-la. Aprofitant que una gran editorial està a punt de treure quatre llibres (tots alhora) d’una jove promesa de les lletres catalanes, m’agradaria posar-te, tu que llegeixes, davant d’aquesta mateixa pregunta. He triat alguns poemes de l’autor, a qui anomenarem “el poeta X”. Sisplau: si ets molt intel·ligent i ja t’ho saps a la primera, deixa jugar els altres. Al final de l’article hi ha el solucionari. Stop! Si vols jugar bé, evita mirar-lo.
La de Ana Penyas (Valencia, 37 años) es una de las pocas banderas palestinas colgadas de un balcón en el barrio sevillano de la Macarena, un vecindario pegado a la muralla “que ha ido recibiendo a la gente que ya no puede pagar el alquiler del centro”, cuenta. Penyas lleva cuatro años aquí. Llegó por amor. Conoció a Seisdedos, también novelista gráfico, “que trabaja con el imaginario del flamenco” en Madrid. “Él quería volver al sur y yo estaba harta de Madrid”. Hoy esperan su primer hijo. A Ana —“como a tantas mujeres de mi generación”, dice— la maternidad le quitó más de una noche el sueño. La falta de sueño que nos une construye En vela (Salamandra), su última novela gráfica.
Hace justo cien años, el genial zoólogo Ángel Cabrera (Madrid, 1879-La Plata, 1960) tomó un barco para marcharse de España a Argentina y no volvió jamás. Ahora, el Museo Nacional de Ciencias Naturales (MNCN) estrena una exposición para recuperar la figura de este gran naturalista y responder, entre otras preguntas, a por qué se fue y cambió tanto su vida. En el momento de marcharse tenía ya 46 años, su trabajo en el MNCN y sus expediciones a África contaban con el reconocimiento de la élite científica del país, en particular, de Santiago Ramón y Cajal, y como mastozoólogo, especialista en mamíferos, había conseguido un gran prestigio internacional. Sin embargo, dejó todo esto y el 13 de octubre de 1925 desembarcó con su familia en Argentina para empezar una nueva carrera científica como paleontólogo en el Museo de la Plata. La explicación, como asegura Alberto Gomis, historiador de la ciencia, profesor emérito de la Universidad de Alcalá y uno de los dos comisarios de la exposición, muestra una paradoja que sigue siendo muy actual: “Aunque era el mejor en su área científica, se marcha porque aquí es licenciado en Filosofía y Letras y no puede acceder a puestos elevados en el Museo Nacional de Ciencias Naturales, donde lleva 25 años trabajando con distintos contratos, siempre como ayudante o auxiliar”.
La Agencia Estatal de Meteorología (Aemet) ha pronosticado un otoño más seco y cálido de lo habitual en toda España. Nada que no podamos constatar en el arranque de este mes de octubre. Tras el despiadado verano, que trajo calenturas extremas y precios infernales, el Mediterráneo se mantiene muy apetecible tras alcanzar en septiembre máximos históricos de temperatura. Las islas Canarias, mientras tanto, siguen ancladas en la benignidad climática de la que disfrutan todo el año.
Desde el lanzamiento de ChatGPT y la inteligencia artificial (IA) generativa a finales de 2022, vivimos inmersos en una fiebre de atribución. Los medios de comunicación hablan frecuentemente de que “la IA ha descubierto”, “la IA ha creado”, “la IA ha decidido”. Pero esas frases encierran una peligrosa ilusión: la de ver no solo inteligencia, sino incluso conciencia donde no las hay. Como consecuencia de esta fiebre, cada mes de octubre, cuando se dan a conocer los ganadores de los premios Nobel, nunca faltan voces que preguntan ¿cuándo se premiará una inteligencia artificial?
Las agujas de ternera son unas pequeñas empanadas de hojaldre rellenas de una farsa con carne de ternera picada, típicas de Madrid según cuentan las lenguas de doble filo. De forma ovalada u alargada, la superficie se decora con un acanalado característico y se preparan en unos moldes metálicos especiales para este fin. Las que yo he conocido a lo largo de mi vida en las pastelerías de Madrid (nací en 1964) son individuales, de un tamaño apropiado para sostener con una mano, entre 12 y 15 centímetros de largo como mucho. Eran tan ubicuas en tiempos, que en mi casa apañaban no pocas cenas para mi padre cuando mi madre no tenía muchas ganas de –más– faena.