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En Dudmaston Hall, una señorial casa de campo de ladrillo rojo del siglo XVII, situada en la ondulada campiña de Shropshire, a medio camino entre Birmingham y la frontera de Inglaterra con Gales, se encuentra la mayor colección de arte español de los años cincuenta y sesenta en Reino Unido expuesta al público de forma permanente. Con pinturas de artistas como Antoni Tàpies, Antonio Saura o Manolo Millares y esculturas de Pablo Serrano o Feliciano Hernández, sería una colección espléndida en cualquier museo de España. En Inglaterra, sin embargo, aunque es única, también tiene el reto de hacerse conocer a un público que viaja a Dudmaston Hall para disfrutar de sus hermosos jardines.
El Juzgado número de 2 de Instrucción de Huesca, el mismo que condenó al Museo Nacional de Arte de Cataluña (MNAC) a devolver a Aragón las pinturas románicas de Sijena, se convertirá ahora en un garante del centro barcelonés. Todos los pasos que dé el MNAC a partir de ahora, ya sea por voluntad propia o por demanda, tendrán que llegar precedidos por un beneplácito explícito de ese tribunal. Dos ejemplos bastan para explicarlo: el museo se niega a mostrar a los técnicos aragoneses su documentación sobre el estado de las obras y tampoco les ha permitido sacar muestras de los murales. Sobre el primer tema, el MNAC ha escaneado sus informes y los remitirá al juzgado para que se los entregue al Gobierno aragonés. Sobre el segundo, no tienen problema en permitir ese análisis e incluso lo aplauden, pero quieren que la jueza instructora lo ordene porque “en el auto [del pasado jueves] no figura la entrega de toma de muestras”, argumentan.
Lo primero que hay que agradecer a los últimos días de julio es que con ellos llega el cierre temporal del Congreso. Un cierre que conlleva un merecido descanso pero no para los diputados sino para los espectadores, lectores u oyentes de los informativos, saturados del lamentable espectáculo de quienes pretenden representarnos y que al parecer hace tiempo abandonaron el análisis de las propuestas políticas ajenas para sustituirlas por el insulto, el sarcasmo de andar por casa o directamente el desprecio, unas actitudes que suponen fomentar el distanciamiento de la ciudadanía de la política y, por tanto, favorecen el surgimiento de los demagogos.
Tres novelas, pero sobre todo dos íntimamente relacionadas, Vivir abajo y Minimosca, han bastado para convertir a Gustavo Faverón (Lima, 1966) en un novelista fundamental de la última década, tanto en su país como en el conjunto del mapa de la lengua castellana. La conexión de ambos textos no es solo anecdótica, aunque también (a fin de cuentas, comparten algunos personajes), sino una cuestión de ambición y estilo: hablamos de libros torrenciales, digresivos, múltiples, imposibles de resumir, hecho de materiales disgregados que luego, finalmente, son convocados a unirse (come together, podría cantar un escritor que cita a McCartney explícitamente y a Lennon disimuladamente) para que todo tenga, no diré un sentido unívoco, pero desde luego sí un sentido atmosférico o conceptual, una coherencia irrebatible. Lo que viene a continuación son algunas impresiones ligeras en torno a Minimosca, no en vano sería imposible trazar una síntesis convincente del libro en setecientas palabras, pero que quede claro el veredicto: es un librazo. Y uno, además de admirable, muy disfrutable también.
Hace más de cuatro años que fui a comer a Arrea!, un restaurante precioso en Kampezu a cargo de Edorta Lamo, donde me sirvieron un entrante que vuelve a mi mente recurrentemente. Consistía en un plato hondo con un montón de encurtidos y fermentados dispuestos en el borde, como si fueran un jardín, en el que se servía una crema fría de alubias. Nada más. El plato era sedoso, muy elegante, a la vez que fresco, ligero y divertido; recordaba a un ajoblanco, pero con el sabor final de una alubia blanca muy buena.
El antropólogo Robin Dunbar estableció a principios de los noventa el número de amigos que el cerebro es capaz de procesar. Su teoría sugiere que los humanos pueden mantener alrededor de 150 relaciones significativas, como mucho: de tres a cinco amigos íntimos, unas 10 buenas amistades, hasta 50 amigos cercanos y un centenar de conocidos. Algunos tendrán más y otros menos, pero el número Dunbar establece un límite aproximado a partir del cual el cerebro se planta y no puede relacionarse más. De lo que no hablaba el investigador británico es de lo difícil que resulta a veces para el cerebro repartir el tiempo —a poder ser de calidad— entre esas personas cuando ni siquiera se tiene tiempo para uno mismo, y de lo que sufre cuando intenta abarcar lo primero sin tener en cuenta lo segundo. “Un exceso de relaciones sociales puede producir cierto colapso mental, una saturación cognitiva y emocional que provoca ese bloqueo popularmente conocido como resaca social”, asegura Esther López-Zafra, presidenta de la Sociedad Científica Española de Psicología Social.
Dos hermanos menores de edad, de 11 y 13 años y nacionalidad británica, han muerto ahogados este martes por la tarde en la playa Llarga de Salou (Tarragona), ha informado Protección Civil de la Generalitat. El padre de los niños, que también había entrado al agua, ha podido ser rescatado con vida.
“La iaia [abuela] Juanita tenía una casa de comidas aquí abajo, en la Guineueta Vella”, cuenta Jordi Gerpe Feliu (Barcelona, 41 años), señalando al otro lado de la ronda de Dalt, en plena periferia de Barcelona. “En los cincuenta y sesenta, allí había barracas, como en El Carmel, en el Somorrostro, en Montjuïc... Cuando las tiran, en los setenta, mi iaia, Juanita, y mi madre [Teresa] trasladan la casa de comidas a Canyelles, a estos bloques, donde, gracias a la lucha vecinal, reubicaron a las familias. Mi madre sube aquí en 1977 con 29 años y cuatro hijos (yo no había nacido) y queda viuda en 1981”. La del restaurante 5 Hermanos (calle de Federico García Lorca, 31, Barcelona) es una historia de lucha, de superación, de ilusión, de barrio.
El mostrador sigue en el mismo sitio. También los cuchillos, los proveedores y la clientela, que lleva más de medio siglo preguntando por la falda, la morcilla y el redondo. Lo único que ha cambiado es el acento de quien atiende. Y poco más. Donde antes estaba Carlos García, asturiano de 72 años, ahora atiende Estefany Girón, colombiana de 34. El relevo no fue brusco ni improvisado. Fue un traspaso hecho con tiempo, paciencia y cuidado. “García es un ángel”, dice ella. “Nos enseñó todo sin que se lo pidiéramos”.