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Si Carlos pudiera elegir, preferiría que el tipo malencarado que le ofreció un techo en España no tuviera la mala costumbre de destruirlo todo cada vez que se emborracha. Le gustaría no saber cómo cambiar una cerradura a las tres de la mañana. Que su exmujer embarazada pudiera vivir con su actual pareja en otro sitio y no tener que compartir cama con ellos. Carlos elegiría trabajar de sol a sol, aunque el precio del alquiler se coma todo su sueldo, y no dormir escondido, como un delincuente. Si a Carlos este país le hubiera dado "chance" (oportunidades), asegura, no viviría aquí.
Durante décadas, las ciudades han domesticado la naturaleza a través de pavimento y asfalto, dejando un espacio reducido a árboles, plantas y biodiversidad. La emergencia climática obliga a replantear esta relación y apostar por las infraestructuras verdes urbanas: elementos naturales interconectados que ayudan a mitigar las temperaturas extremas. Para impulsarlos, los expertos apuestan por reverdecer las urbes siguiendo la regla del 3-30-300, sustituir pavimento y asfalto por suelos porosos que retengan agua, usar los solares vacíos para plantar árboles, impulsar los refugios climáticos y apostar por tejados verdes en los edificios públicos.
La arena quema bajo el sol abrasador en el campamento de Al Mawasi, pero Hamza, de tres años, apenas lo nota. Sus diminutas manos aprietan puñados de tierra que lanza contra su madre mientras agita una hoja de palma como si fuera un arma. “¡Tengo hambre, quiero comida!”, grita en un árabe entrecortado, con la voz quebrada por la desesperación.
Rascan los sofás, llenan las casas de pelos, duermen una media de 15 horas al día y despiertan a sus dueños de madrugada sin un motivo aparente, se quejan cuando ven una puerta cerrada —como si estuvieran siempre en el lado equivocado—, ningunean los juguetes que se les compran y aman las cajas en los que llegan. Son tan independientes y maniáticos que, cuando aparece un ejemplar cariñoso, se lo define como un gato-perro.
Año 1990. Kathleen Hanna, cantante de la banda Bikini Kill, al ver a un par de sujetos violentos en las primeras filas de su concierto pidió al público: “Todas las chicas al frente. Chicos, por una vez en vuestras vidas sed majos y dejad a las chicas delante. ¡Chicas al frente!”. Este acto inédito hasta la fecha se convirtió en un grito de guerra. No fue solo una consigna, sino una redefinición radical de los espacios de la escena punk y hardcore dominados por hombres. En Rebel Girl: Mi vida como una feminista punk (edita Liburuak), Hanna cuenta en primera persona cómo se convirtió en una fuerza cultural que ha dejado una huella imborrable en la historia de la música y de la cultura. “Necesitaba dejar los noventa detrás. Si te interesa algo de lo que me sucedió en esta época aquí lo tienes”, confiesa Hanna desde su casa de Los Ángeles, vía Zoom. Y es que en los noventa pasaron muchísimas cosas en el universo Hanna. En un mundo donde la música ha sido tradicionalmente dominada por voces masculinas, Kathleen Hanna emergió como un huracán, desafiando las normas y redefiniendo lo que significa ser una mujer en la escena musical. Su figura fue un catalizador para el cambio. Con su primer grupo, Bikini Kill, revolvió y pateó el establishment alternativo a base de verdades como puños y hits que relataban historias de maltratos, racismo y homofobia con las que muchas mujeres se identificaron. “Mi amiga Tobi Vail dice que lo más universal que puedes hacer es hablar sobre tu situación concreta. Espero que gente que haya sufrido como yo problemas de abuso, sexismo u homofobia pueda leer este libro; reconocerse y decir: ‘No estoy sola, y algo así no te puede joder la vida’. Por lo que he hablado con mis amigas es algo normal haber sufrido algún abuso en casa y luego que se repita fuera de ella. No es que te lo busques, sino que no eres tan propensa a detectar las red flags porque tu intuición se ha apagado simplemente al tener que sobrevivir a tu abuso familiar. Podemos liberarnos de toda esa rabia que acumulamos en nuestros cuerpos hablando abiertamente, incluso podemos bromear con el trauma, es como yo lo he superado”.
En los últimos tiempos, España se ha enfrentado recurrentemente al debate sobre si debe considerarse un país racista. Diversos episodios —desde los insultos xenófobos en los estadios de fútbol hasta las “cacerías” contra migrantes alentadas en Torre-Pacheco, tras una agresión utilizada como detonante por sectores de la ultraderecha— han reavivado la cuestión sobre la existencia de un racismo estructural y profundo en la sociedad española.
Sonia Basseda y Bárbara Selena Rodríguez han hecho un gran esfuerzo por acudir a esta entrevista, solicitada y organizada a salto de mata. Ambas ponen todo de su parte y aceptan tomar un tren y un vuelo barato con vuelta en el día para poder ser fotografiadas juntas en la redacción de EL PAÍS en Madrid, dado que una reside en Rubí (Barcelona) y la otra en Ibiza, y llegar a tiempo a publicarla.
Sonia Basseda (Barcelona, 50 años) y Bárbara Selena Rodríguez (Castellón, 49 años) no se conocían absolutamente de nada cuando, en 2001, fueron elegidas en un casting para montar un dúo femenino y cantar una canción, Yo quiero bailar, aspirante a la preselección del Festival de Eurovisión de ese año y a ser la canción de ese verano. Lo de Eurovisión no lo consiguieron, quedaron en sexto lugar. Lo segundo no solo lo consiguieron sino que, casi 25 años y millón y medio de discos vendidos después, el temazo sigue sonando en verano y en invierno como un himno a la alegría de vivir en verbenas, bodas y karaokes. Solo ellas saben por qué se separaron en 2002, solo un año después de dar la campanada y en plena cresta de la ola, y por qué han permanecido ajenas la una de la otra en casi todo este tiempo. Hasta que la insistencia de sus fans, y la perspectiva de reencontrarse con un público que no las ha olvidado, volvió a juntarlas el año pasado. Hoy están como nunca, dicen, signifique lo que signifique eso. Y quieren demostrarlo.
En el otoño del año 1900 un grupo de jóvenes burgueses e idealistas, asustados ante la industrialización imperante e inspirados por la Lebensreform (movimiento cultural y social surgido en Alemania y Suiza a finales del siglo XIX cuyo objetivo era transformar la vida individual y social a través del retorno a una vida más natural y saludable), viajaban desde el norte de Europa rumbo a Italia cuando decidieron hacer un alto en el camino. Se detuvieron en una colina de Ascona, entonces un pequeño pueblo de 1.000 habitantes, con vistas radiantes del lago Mayor, en el Ticino, la Suiza italiana. Ahí estaban la profesora de pianoforte alemana Ida Hofmann y su pareja Henry Oedekoven, hijo de un industrial belga; el austrohúngaro Karl Gräser y su hermano Gustav, que prefería que se le llamase Gusto, poeta y filósofo, y una figura mística de gran inspiración para el resto; Jenny, hermana de Ida y también profesora y cantante; Ferdinand Brune, un teósofo de Graz; y Lotte Hattemer, hija de un alto oficial de Berlín, activista y radical reformadora de la vida que practicaba el ayuno y el nudismo como formas de pureza espiritual.