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Medio centenar de personas en un local en Wedding, el barrio multicultural, obrero, gentrificado y algo destartalado en el norte de Berlín. No han venido a bailar, aunque esta ciudad sea la vieja capital del tecno, ni a charlar con los amigos, aunque esta fue en un tiempo, también, la capital de las conversaciones y los cafés. Están en silencio, sentados y absorbidos por el sonido de los altavoces que dominan la sala. Sin prisas ni estrés. Se trata de “salir del algoritmo”, como dice unos minutos antes de la sesión Matteo, el italiano. En breve, Matteo presentará al público Crêuza de mä, el vinilo del cantautor italiano Fabrizio De André que esta noche escucharemos entero. Cara A y B, 35 minutos. De principio a fin, casi religiosamente. “Una experiencia meditativa”, resumirá después uno de los asistentes, un sudafricano que está de visita en Alemania y se identifica como Sky, y añadirá: “Pero compartida”.
Para su primera serie como creador, el cineasta Rian Johnson (Silver Spring, Estados Unidos, 51 años) pensó en cuál era el tipo de historias que le apetecería ver en la televisión. “Como un montón de gente, vi el maratón Colombo en el confinamiento. Hoy hay mucha televisión muy buena, muy serializada, con una historia por temporada. Pero yo tenía hambre de historias episódicas, además del confort que provoca que todas las historias estén ancladas por un personaje que te gusta y que nos encanta volver a ver y pasar tiempo con él cada semana”, explicaba en una entrevista con EL PAÍS por videollamada a mediados de mayo. El director ya había recuperado el género clásico policíaco, al más puro estilo Agatha Christie pero aderezado con mucho humor, en Puñales por la espalda (2019). ¿Por qué no recuperar esa combinación ganadora para la televisión? De ahí, y de su amistad con la actriz Natasha Lyonne, nació Poker Face, serie que este 17 de julio estrena su segunda temporada en España en SkyShowtime.
Rascan los sofás, llenan las casas de pelos, duermen una media de 15 horas al día y despiertan a sus dueños de madrugada sin un motivo aparente, se quejan cuando ven una puerta cerrada —como si estuvieran siempre en el lado equivocado—, ningunean los juguetes que se les compran y aman las cajas en los que llegan. Son tan independientes y maniáticos que, cuando aparece un ejemplar cariñoso, se lo define como un gato-perro.
Es un gag recurrente en las ficciones ambientadas en la oficina: en Mad Men, la maravillosa Joan lanza una línea mordaz sobre cómo las secretarias tienen que ir con rebecas porque Don Draper siempre pide que pongan el aire a tope. El gesto de la chaquetita, como el de frotarse los brazos, salpica de realidad numerosas series y películas (The Office, House of Cards) porque conecta con una situación casi universal en la vida corporativa de las mujeres: mientras fuera hace un calor abrasador, el trabajo “parece el Ártico aquí dentro”, dice Sandra Bullock en La Proposición. El trance, en realidad, se extiende a muchos otros locales a los que podemos acceder en el verano: quien no haya tiritado en El Corte Inglés en pleno agosto que tire la primera piedra.
En los últimos tiempos, España se ha enfrentado recurrentemente al debate sobre si debe considerarse un país racista. Diversos episodios —desde los insultos xenófobos en los estadios de fútbol hasta las “cacerías” contra migrantes alentadas en Torre-Pacheco, tras una agresión utilizada como detonante por sectores de la ultraderecha— han reavivado la cuestión sobre la existencia de un racismo estructural y profundo en la sociedad española.
Año 1990. Kathleen Hanna, cantante de la banda Bikini Kill, al ver a un par de sujetos violentos en las primeras filas de su concierto pidió al público: “Todas las chicas al frente. Chicos, por una vez en vuestras vidas sed majos y dejad a las chicas delante. ¡Chicas al frente!”. Este acto inédito hasta la fecha se convirtió en un grito de guerra. No fue solo una consigna, sino una redefinición radical de los espacios de la escena punk y hardcore dominados por hombres. En Rebel Girl: Mi vida como una feminista punk (edita Liburuak), Hanna cuenta en primera persona cómo se convirtió en una fuerza cultural que ha dejado una huella imborrable en la historia de la música y de la cultura. “Necesitaba dejar los noventa detrás. Si te interesa algo de lo que me sucedió en esta época aquí lo tienes”, confiesa Hanna desde su casa de Los Ángeles, vía Zoom. Y es que en los noventa pasaron muchísimas cosas en el universo Hanna. En un mundo donde la música ha sido tradicionalmente dominada por voces masculinas, Kathleen Hanna emergió como un huracán, desafiando las normas y redefiniendo lo que significa ser una mujer en la escena musical. Su figura fue un catalizador para el cambio. Con su primer grupo, Bikini Kill, revolvió y pateó el establishment alternativo a base de verdades como puños y hits que relataban historias de maltratos, racismo y homofobia con las que muchas mujeres se identificaron. “Mi amiga Tobi Vail dice que lo más universal que puedes hacer es hablar sobre tu situación concreta. Espero que gente que haya sufrido como yo problemas de abuso, sexismo u homofobia pueda leer este libro; reconocerse y decir: ‘No estoy sola, y algo así no te puede joder la vida’. Por lo que he hablado con mis amigas es algo normal haber sufrido algún abuso en casa y luego que se repita fuera de ella. No es que te lo busques, sino que no eres tan propensa a detectar las red flags porque tu intuición se ha apagado simplemente al tener que sobrevivir a tu abuso familiar. Podemos liberarnos de toda esa rabia que acumulamos en nuestros cuerpos hablando abiertamente, incluso podemos bromear con el trauma, es como yo lo he superado”.
El debate especulativo sobre la serie Superestar se ha encharcado en si la entenderán los coreanos o los demasiado jóvenes, para quienes Xavier Sardá y Crónicas marcianas son tan históricos como Fortunata y Jacinta y Galdós, y de la misma época. Me sorprende que algo que no le preocupa ni a Nacho Vigalondo, ni a los Javis, ni a Netflix, despierte tantas discusiones en críticos y espectadores a quienes ni les va ni les viene el recorrido mundial de la obra o la segregación de las audiencias. A veces, la crítica española se parece a Josep Pla cuando visitó Nueva York por primera vez y, deslumbrado por las luces, preguntó al guía: “I tot això, qui ho paga?”.
El ahorro conservador se enfrenta a una encrucijada. Durante los últimos años, el español medio se ha sentido cómodo en un entorno dominado por los depósitos bancarios, las cuentas remuneradas y las letras del Tesoro. Productos simples, sin sobresaltos, con rentabilidades moderadas que ayudaban a mitigar la erosión de la inflación. Pero con la política de bajos tipos ejecutada en el último año por parte del Banco Central Europeo (BCE), las reglas del juego han cambiado y ese modelo entra en crisis. En este contexto, los economistas y expertos consultados advierten de que el ahorrador debe elegir entre resignarse a perder poder adquisitivo o empezar a asumir algo más de riesgo para obtener rentabilidad real por su dinero.
El encargo más extravagante que ha recibido en toda su carrera Bruno Fernandes, chief concierge del hotel Four Seasons Mallorca, no fue para una princesa catarí ni para un magnate ruso. Fue para, llamémoslo Sir Eduard, una mascota, cuyo dueño —desde 2023 deberíamos decir tutor— es un secreto. Para cumplir con el pedido se hizo colocar una alfombra roja de varios metros a la entrada del hotel por la que hizo su entrada triunfal un perro ya anciano con las patas traseras paralizadas que se desplazaba con estilo y parsimonia en una silla de ruedas mientras sonaba música clásica. En el spa le esperaba un circuito personalizado para sus problemas de movilidad que incluía tomar las aguas a diferente presión y temperatura y varias sesiones de masajes. Los dueños, que no pasaron por la alfombra roja pero sí por varios circuitos wellness, no iban a aceptar recuperarse de un largo viaje transoceánico en un spa de ultralujo que excluyera al veterano de cuatro patas de la familia.
Calentar, entrenar, estirar y… hacer un selfi. O no. Ese era para muchos su ritual de entrenamiento, algo tan habitual que había gimnasios que cuentan con espejos con textos que invitan a sus miembros a tomarse una fotografía en la que, por descontado, aparece el nombre del gym. Una esquina instagramera de las que se han establecido en ciudades o restaurantes, que sirve como treta promocional. Sin embargo, frente a los espejos que invitan a hacerse selfis han proliferado los que, directamente, los prohíben. Los habituales de las salas de entreno habrán notado como, en los últimos meses, es cada vez más habitual encontrarse con carteles que prohíben expresamente que se tomen fotos o vídeos.