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En los últimos tiempos, España se ha enfrentado recurrentemente al debate sobre si debe considerarse un país racista. Diversos episodios —desde los insultos xenófobos en los estadios de fútbol hasta las “cacerías” contra migrantes alentadas en Torre-Pacheco, tras una agresión utilizada como detonante por sectores de la ultraderecha— han reavivado la cuestión sobre la existencia de un racismo estructural y profundo en la sociedad española.
El debate especulativo sobre la serie Superestar se ha encharcado en si la entenderán los coreanos o los demasiado jóvenes, para quienes Xavier Sardá y Crónicas marcianas son tan históricos como Fortunata y Jacinta y Galdós, y de la misma época. Me sorprende que algo que no le preocupa ni a Nacho Vigalondo, ni a los Javis, ni a Netflix, despierte tantas discusiones en críticos y espectadores a quienes ni les va ni les viene el recorrido mundial de la obra o la segregación de las audiencias. A veces, la crítica española se parece a Josep Pla cuando visitó Nueva York por primera vez y, deslumbrado por las luces, preguntó al guía: “I tot això, qui ho paga?”.
El ahorro conservador se enfrenta a una encrucijada. Durante los últimos años, el español medio se ha sentido cómodo en un entorno dominado por los depósitos bancarios, las cuentas remuneradas y las letras del Tesoro. Productos simples, sin sobresaltos, con rentabilidades moderadas que ayudaban a mitigar la erosión de la inflación. Pero con la política de bajos tipos ejecutada en el último año por parte del Banco Central Europeo (BCE), las reglas del juego han cambiado y ese modelo entra en crisis. En este contexto, los economistas y expertos consultados advierten de que el ahorrador debe elegir entre resignarse a perder poder adquisitivo o empezar a asumir algo más de riesgo para obtener rentabilidad real por su dinero.
El encargo más extravagante que ha recibido en toda su carrera Bruno Fernandes, chief concierge del hotel Four Seasons Mallorca, no fue para una princesa catarí ni para un magnate ruso. Fue para, llamémoslo Sir Eduard, una mascota, cuyo dueño —desde 2023 deberíamos decir tutor— es un secreto. Para cumplir con el pedido se hizo colocar una alfombra roja de varios metros a la entrada del hotel por la que hizo su entrada triunfal un perro ya anciano con las patas traseras paralizadas que se desplazaba con estilo y parsimonia en una silla de ruedas mientras sonaba música clásica. En el spa le esperaba un circuito personalizado para sus problemas de movilidad que incluía tomar las aguas a diferente presión y temperatura y varias sesiones de masajes. Los dueños, que no pasaron por la alfombra roja pero sí por varios circuitos wellness, no iban a aceptar recuperarse de un largo viaje transoceánico en un spa de ultralujo que excluyera al veterano de cuatro patas de la familia.
Calentar, entrenar, estirar y… hacer un selfi. O no. Ese era para muchos su ritual de entrenamiento, algo tan habitual que había gimnasios que cuentan con espejos con textos que invitan a sus miembros a tomarse una fotografía en la que, por descontado, aparece el nombre del gym. Una esquina instagramera de las que se han establecido en ciudades o restaurantes, que sirve como treta promocional. Sin embargo, frente a los espejos que invitan a hacerse selfis han proliferado los que, directamente, los prohíben. Los habituales de las salas de entreno habrán notado como, en los últimos meses, es cada vez más habitual encontrarse con carteles que prohíben expresamente que se tomen fotos o vídeos.
Sonia Basseda y Bárbara Selena Rodríguez han hecho un gran esfuerzo por acudir a esta entrevista, solicitada y organizada a salto de mata. Ambas ponen todo de su parte y aceptan tomar un tren y un vuelo barato con vuelta en el día para poder ser fotografiadas juntas en la redacción de EL PAÍS en Madrid, dado que una reside en Rubí (Barcelona) y la otra en Ibiza, y llegar a tiempo a publicarla.
Sonia Basseda (Barcelona, 50 años) y Bárbara Selena Rodríguez (Castellón, 49 años) no se conocían absolutamente de nada cuando, en 2001, fueron elegidas en un casting para montar un dúo femenino y cantar una canción, Yo quiero bailar, aspirante a la preselección del Festival de Eurovisión de ese año y a ser la canción de ese verano. Lo de Eurovisión no lo consiguieron, quedaron en sexto lugar. Lo segundo no solo lo consiguieron sino que, casi 25 años y millón y medio de discos vendidos después, el temazo sigue sonando en verano y en invierno como un himno a la alegría de vivir en verbenas, bodas y karaokes. Solo ellas saben por qué se separaron en 2002, solo un año después de dar la campanada y en plena cresta de la ola, y por qué han permanecido ajenas la una de la otra en casi todo este tiempo. Hasta que la insistencia de sus fans, y la perspectiva de reencontrarse con un público que no las ha olvidado, volvió a juntarlas el año pasado. Hoy están como nunca, dicen, signifique lo que signifique eso. Y quieren demostrarlo.
En el otoño del año 1900 un grupo de jóvenes burgueses e idealistas, asustados ante la industrialización imperante e inspirados por la Lebensreform (movimiento cultural y social surgido en Alemania y Suiza a finales del siglo XIX cuyo objetivo era transformar la vida individual y social a través del retorno a una vida más natural y saludable), viajaban desde el norte de Europa rumbo a Italia cuando decidieron hacer un alto en el camino. Se detuvieron en una colina de Ascona, entonces un pequeño pueblo de 1.000 habitantes, con vistas radiantes del lago Mayor, en el Ticino, la Suiza italiana. Ahí estaban la profesora de pianoforte alemana Ida Hofmann y su pareja Henry Oedekoven, hijo de un industrial belga; el austrohúngaro Karl Gräser y su hermano Gustav, que prefería que se le llamase Gusto, poeta y filósofo, y una figura mística de gran inspiración para el resto; Jenny, hermana de Ida y también profesora y cantante; Ferdinand Brune, un teósofo de Graz; y Lotte Hattemer, hija de un alto oficial de Berlín, activista y radical reformadora de la vida que practicaba el ayuno y el nudismo como formas de pureza espiritual.
Siente una especie de respiración lejana. Bueno, en realidad siente muchas. Está todo oscuro, pero percibe un ritmo pausado y lejano de otras compañeras. Quizás ella no lo sabe, pero es una semilla metida junto a otras muchas en un sobre blanco, forrado por dentro con algo parecido al aluminio. No hay movimiento, no hay sonidos. Hasta que, de repente, todo cambia. Se oyen gritos, alguna risotada; varios golpes y todo se calma. El sobre acaba de aterrizar en una mesa, en un aula, en un colegio. Una maestra rasga un sobre de papel que envuelve el otro interior, más pequeño y blanco. En aquel envoltorio de papel hay una fotografía a todo color de lo que parecen margaritas. Ah, no, pone “zinnia elegans” en letras grandes por encima de una imagen con flores blancas, rosadas, fucsia, rojizas, naranjas y amarillentas. Parecen tener todos los colores. Bueno, no las hay moradas, una lástima, pero aun así la gama de tonos es de lo más variado.
En la península británica de Cornualles, en una aldea llamada Roseland, se puede encontrar una iglesia gótica del siglo XIV, un pub con una chimenea encendida y una cabina telefónica roja cubierta de hiedra. Pero entre estos elementos típicamente ingleses hay una adición más reciente al pueblo: un olivar. Quinientos árboles frondosos bailan con la brisa marina mientras los caballos pastan en la hierba silvestre entre los troncos nudosos. Sobre ellos, nacen con confianza flores blancas, sabiendo que pequeñas aceitunas verdes están a punto de brotar porque aquí, en el remoto campo británico, ha comenzado una silenciosa revolución agrícola: el primer aceite de oliva cultivado en el Reino Unido.
Con índices europeos como el Ibex 35 y el Dax alemán subiendo más de un 20% en lo que va de año, y los estadounidenses marcando máximos históricos semana tras semana, la búsqueda de diversificación ha vuelto a ocupar un lugar central en las carteras. Para los inversores con mayor tolerancia al riesgo que desean mantener exposición a renta variable, muchos gestores coinciden en que los pequeños valores (small caps) representan una oportunidad atractiva. Los valores de gran capitalización son los que sostienen habitualmente el rally bursátil y con la remontada lograda desde los mínimos de abril, los medianos y pequeños resurgen como alternativa para seguir apurando rentabilidad.