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En los últimos tiempos, España se ha enfrentado recurrentemente al debate sobre si debe considerarse un país racista. Diversos episodios —desde los insultos xenófobos en los estadios de fútbol hasta las “cacerías” contra migrantes alentadas en Torre-Pacheco, tras una agresión utilizada como detonante por sectores de la ultraderecha— han reavivado la cuestión sobre la existencia de un racismo estructural y profundo en la sociedad española.
Año 1990. Kathleen Hanna, cantante de la banda Bikini Kill, al ver a un par de sujetos violentos en las primeras filas de su concierto pidió al público: “Todas las chicas al frente. Chicos, por una vez en vuestras vidas sed majos y dejad a las chicas delante. ¡Chicas al frente!”. Este acto inédito hasta la fecha se convirtió en un grito de guerra. No fue solo una consigna, sino una redefinición radical de los espacios de la escena punk y hardcore dominados por hombres. En Rebel Girl: Mi vida como una feminista punk (edita Liburuak), Hanna cuenta en primera persona cómo se convirtió en una fuerza cultural que ha dejado una huella imborrable en la historia de la música y de la cultura. “Necesitaba dejar los noventa detrás. Si te interesa algo de lo que me sucedió en esta época aquí lo tienes”, confiesa Hanna desde su casa de Los Ángeles, vía Zoom. Y es que en los noventa pasaron muchísimas cosas en el universo Hanna. En un mundo donde la música ha sido tradicionalmente dominada por voces masculinas, Kathleen Hanna emergió como un huracán, desafiando las normas y redefiniendo lo que significa ser una mujer en la escena musical. Su figura fue un catalizador para el cambio. Con su primer grupo, Bikini Kill, revolvió y pateó el establishment alternativo a base de verdades como puños y hits que relataban historias de maltratos, racismo y homofobia con las que muchas mujeres se identificaron. “Mi amiga Tobi Vail dice que lo más universal que puedes hacer es hablar sobre tu situación concreta. Espero que gente que haya sufrido como yo problemas de abuso, sexismo u homofobia pueda leer este libro; reconocerse y decir: ‘No estoy sola, y algo así no te puede joder la vida’. Por lo que he hablado con mis amigas es algo normal haber sufrido algún abuso en casa y luego que se repita fuera de ella. No es que te lo busques, sino que no eres tan propensa a detectar las red flags porque tu intuición se ha apagado simplemente al tener que sobrevivir a tu abuso familiar. Podemos liberarnos de toda esa rabia que acumulamos en nuestros cuerpos hablando abiertamente, incluso podemos bromear con el trauma, es como yo lo he superado”.
Calentar, entrenar, estirar y… hacer un selfi. O no. Ese era para muchos su ritual de entrenamiento, algo tan habitual que había gimnasios que cuentan con espejos con textos que invitan a sus miembros a tomarse una fotografía en la que, por descontado, aparece el nombre del gym. Una esquina instagramera de las que se han establecido en ciudades o restaurantes, que sirve como treta promocional. Sin embargo, frente a los espejos que invitan a hacerse selfis han proliferado los que, directamente, los prohíben. Los habituales de las salas de entreno habrán notado como, en los últimos meses, es cada vez más habitual encontrarse con carteles que prohíben expresamente que se tomen fotos o vídeos.
El debate especulativo sobre la serie Superestar se ha encharcado en si la entenderán los coreanos o los demasiado jóvenes, para quienes Xavier Sardá y Crónicas marcianas son tan históricos como Fortunata y Jacinta y Galdós, y de la misma época. Me sorprende que algo que no le preocupa ni a Nacho Vigalondo, ni a los Javis, ni a Netflix, despierte tantas discusiones en críticos y espectadores a quienes ni les va ni les viene el recorrido mundial de la obra o la segregación de las audiencias. A veces, la crítica española se parece a Josep Pla cuando visitó Nueva York por primera vez y, deslumbrado por las luces, preguntó al guía: “I tot això, qui ho paga?”.
El ahorro conservador se enfrenta a una encrucijada. Durante los últimos años, el español medio se ha sentido cómodo en un entorno dominado por los depósitos bancarios, las cuentas remuneradas y las letras del Tesoro. Productos simples, sin sobresaltos, con rentabilidades moderadas que ayudaban a mitigar la erosión de la inflación. Pero con la política de bajos tipos ejecutada en el último año por parte del Banco Central Europeo (BCE), las reglas del juego han cambiado y ese modelo entra en crisis. En este contexto, los economistas y expertos consultados advierten de que el ahorrador debe elegir entre resignarse a perder poder adquisitivo o empezar a asumir algo más de riesgo para obtener rentabilidad real por su dinero.
El encargo más extravagante que ha recibido en toda su carrera Bruno Fernandes, chief concierge del hotel Four Seasons Mallorca, no fue para una princesa catarí ni para un magnate ruso. Fue para, llamémoslo Sir Eduard, una mascota, cuyo dueño —desde 2023 deberíamos decir tutor— es un secreto. Para cumplir con el pedido se hizo colocar una alfombra roja de varios metros a la entrada del hotel por la que hizo su entrada triunfal un perro ya anciano con las patas traseras paralizadas que se desplazaba con estilo y parsimonia en una silla de ruedas mientras sonaba música clásica. En el spa le esperaba un circuito personalizado para sus problemas de movilidad que incluía tomar las aguas a diferente presión y temperatura y varias sesiones de masajes. Los dueños, que no pasaron por la alfombra roja pero sí por varios circuitos wellness, no iban a aceptar recuperarse de un largo viaje transoceánico en un spa de ultralujo que excluyera al veterano de cuatro patas de la familia.
El mundo se cae a los pies de una persona cuando llora por pena o enfado. Los sentimientos brotan como lágrimas y busca ocultarse el rostro con las manos y pasar cuanto antes el mal trago. Pero la situación se complica aún más cuando el hijo aparece y pregunta: “¿Estás llorando?”. Algunos padres encuentran este momento una crisis aún mayor de la que están viviendo, se quedan paralizados, se secan las lágrimas y contestan: “No, cariño, está todo bien, estoy bien, no me pasa nada”. Con este ejemplo, Leticia Falagán, experta sanitaria en psicología infantil, expone una situación típica. “Si contestamos que todo está bien, el niño se da cuenta de que no es cierto. Y, al final, lo que le estamos enseñando es a que oculte su tristeza. Y le estamos diciendo que llorar no está bien”, sostiene. Y estos niños, al convivir con esta represión de sentimientos, cuando sean adultos, según la psicóloga, puede que gestionen mucho peor el estrés y la ansiedad.
Sonia Basseda y Bárbara Selena Rodríguez han hecho un gran esfuerzo por acudir a esta entrevista, solicitada y organizada a salto de mata. Ambas ponen todo de su parte y aceptan tomar un tren y un vuelo barato con vuelta en el día para poder ser fotografiadas juntas en la redacción de EL PAÍS en Madrid, dado que una reside en Rubí (Barcelona) y la otra en Ibiza, y llegar a tiempo a publicarla.
Sonia Basseda (Barcelona, 50 años) y Bárbara Selena Rodríguez (Castellón, 49 años) no se conocían absolutamente de nada cuando, en 2001, fueron elegidas en un casting para montar un dúo femenino y cantar una canción, Yo quiero bailar, aspirante a la preselección del Festival de Eurovisión de ese año y a ser la canción de ese verano. Lo de Eurovisión no lo consiguieron, quedaron en sexto lugar. Lo segundo no solo lo consiguieron sino que, casi 25 años y millón y medio de discos vendidos después, el temazo sigue sonando en verano y en invierno como un himno a la alegría de vivir en verbenas, bodas y karaokes. Solo ellas saben por qué se separaron en 2002, solo un año después de dar la campanada y en plena cresta de la ola, y por qué han permanecido ajenas la una de la otra en casi todo este tiempo. Hasta que la insistencia de sus fans, y la perspectiva de reencontrarse con un público que no las ha olvidado, volvió a juntarlas el año pasado. Hoy están como nunca, dicen, signifique lo que signifique eso. Y quieren demostrarlo.
En el otoño del año 1900 un grupo de jóvenes burgueses e idealistas, asustados ante la industrialización imperante e inspirados por la Lebensreform (movimiento cultural y social surgido en Alemania y Suiza a finales del siglo XIX cuyo objetivo era transformar la vida individual y social a través del retorno a una vida más natural y saludable), viajaban desde el norte de Europa rumbo a Italia cuando decidieron hacer un alto en el camino. Se detuvieron en una colina de Ascona, entonces un pequeño pueblo de 1.000 habitantes, con vistas radiantes del lago Mayor, en el Ticino, la Suiza italiana. Ahí estaban la profesora de pianoforte alemana Ida Hofmann y su pareja Henry Oedekoven, hijo de un industrial belga; el austrohúngaro Karl Gräser y su hermano Gustav, que prefería que se le llamase Gusto, poeta y filósofo, y una figura mística de gran inspiración para el resto; Jenny, hermana de Ida y también profesora y cantante; Ferdinand Brune, un teósofo de Graz; y Lotte Hattemer, hija de un alto oficial de Berlín, activista y radical reformadora de la vida que practicaba el ayuno y el nudismo como formas de pureza espiritual.
Siente una especie de respiración lejana. Bueno, en realidad siente muchas. Está todo oscuro, pero percibe un ritmo pausado y lejano de otras compañeras. Quizás ella no lo sabe, pero es una semilla metida junto a otras muchas en un sobre blanco, forrado por dentro con algo parecido al aluminio. No hay movimiento, no hay sonidos. Hasta que, de repente, todo cambia. Se oyen gritos, alguna risotada; varios golpes y todo se calma. El sobre acaba de aterrizar en una mesa, en un aula, en un colegio. Una maestra rasga un sobre de papel que envuelve el otro interior, más pequeño y blanco. En aquel envoltorio de papel hay una fotografía a todo color de lo que parecen margaritas. Ah, no, pone “zinnia elegans” en letras grandes por encima de una imagen con flores blancas, rosadas, fucsia, rojizas, naranjas y amarillentas. Parecen tener todos los colores. Bueno, no las hay moradas, una lástima, pero aun así la gama de tonos es de lo más variado.